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Lo que recibí esta
vez no fue un sobrio ramo de rosas atadas con una cinta llena de
trazos codificados como acostumbraba a enviarme Hillgarth cuando
quería transmitirme algún mensaje. Tampoco se trató de flores
exóticas como las que me hizo llegar Manuel da Silva antes de
decidir que lo más conveniente para él era matarme. Lo que Marcus
trajo a mi casa aquella noche fue tan sólo algo pequeño y casi
insignificante, apenas un brote arrancado de cualquier rosal
crecido como un milagro contra una tapia en aquella primavera que
siguió al invierno atroz. Una flor menuda, escuálida casi. Digna en
su simplicidad, sin subterfugios.
No le esperaba y sí
le esperaba a la vez. Se había marchado de casa de mi padre junto
con los Hillgarth unas horas antes, el agregado naval le invitó a
acompañarle, probablemente quería hablar con él lejos de mi
presencia. Yo regresé sola, sin saber en qué momento volvería a
aparecer. Si es que volvía.
-Para ti -fue su
saludo.
Cogí la pequeña rosa
y le dejé entrar. Traía el lazo de la corbata flojo, como si
voluntariamente hubiera decidido destensarse. Avanzó con paso lento
hasta el centro del salón; parecía que con cada zancada enhebrara
un pensamiento y calculara las palabras que tenía que decir. Por
fin se giró y esperó a que me acercara hasta él.
-Sabes a lo que nos
enfrentamos ¿verdad?
Lo sabía. Claro que
lo sabía. Nos movíamos en pantanos de aguas turbias, en una jungla
de mentiras y engranajes clandestinos con aristas capaces de cortar
como el cristal. Un amor encubierto en tiempo de odios, carencia y
traiciones, eso era lo que teníamos por delante.
-Sé a lo que nos
enfrentamos, sí.
-No va a ser fácil
-añadió.
-Nada es ya fácil
-añadí.
-Puede ser
duro.
-Quizá.
-Y peligroso.
-También.
Burlando trampas,
sorteando riesgos. Sin planes, a contratiempo, entre las sombras:
así habríamos de vivir. Aunando ganas y audacia. Con entereza,
coraje y la fuerza de sabernos juntos frente a una causa
común.
Nos miramos fijamente
y me volvió el recuerdo de la tierra africana en donde todo empezó.
Su mundo y mi mundo -tan lejanos antes, tan cercanos ya- por fin
habían encajado. Y entonces me abrazó y, en el calor y la ternura
de nuestra cercanía, tuve la certeza rotunda de que tampoco en esa
misión íbamos a fracasar.